viernes, septiembre 22, 2006

Suelo recordarte cuando dejo la toalla húmeda en el piso del baño, cuando se me queda abierta la puerta del refrigerador o el domingo en la mañana cuando el panorama más entretenido era acompañarte a donde tu quisieras ir, sin importar donde, eras tú y yo. Yo y todo lo que quiero ser, yo y tus historias y tus poemas y tus tragos y tus recuerdos de bares añejos, de noches negras... tan parecidas a las mías.

Eres tan igual a mi.

Hoy te vi, tenías el pelo más corto, las cejas más largas, los ojos como siempre amarillos igual que parte de tu barba y dientes por todas las cajetillas de cigarros de tu vida. La misma chaqueta, el mismo olor, la sonrisa caída, el cansancio a cuestas, cargado, triste como siempre, adolorido, herido como un venado pequeño. Y olí como siempre la pena y la sentí mucho antes de que me saludaras. Recordé tu casa vieja, tu refrigerador vacío, los platos sucios y tu cama deshecha, tu máquina de escribir y los kilos de hojas de roneo escritas, algunas amuñadas, arrojadas en cualquier parte menos en el basurero. Recordé la botella de wishky, tu teléfono antiguo, el polvo de tus muebles, todo sucio y despreocupado como tu, tu cámara fotográfica, el periodista en ti, mis ganas de ser. El precio de una infancia que mata en la mitad, de la vida a patadas, de piedrazos en la espalda, sí, tu vida dura.

Y caminamos... Abusando de las vitrinas, del aire del centro, miraba tus pies, tus pies porque no siempre logro verte la cara, porque siempre pienso en ti cuando estoy contigo. Recordando, recordando cosas, golpes, gritos, palabras a la fuerza, bailes. Y hoy, hoy me viste llorar, como lloro siempre, pero como nunca lo habías sentido, y estábamos solos y no había nadie más y no tuve escapatoria y no supe que guardar. Nunca como antes vomité palabras pensando en nada y en todo lo que no quiero pensar. Contándote que las cosas piensan por mi, mientras yo no quiero sentir nada... Y me miraste... y te vi tan claro y cerré los ojos para que no doliera más, para no seguir contando las horas de tu partida, y cerré los oídos para no escuchar tu silencio, el mutismo artístico en el que sueles caer cuando la vida te golpea, cuando mi vida te cae en las manos.

Cerré la puerta para que no te llevaras lo que me trajiste por horas. Cada paso, cada segundo era un abandono y no pude inventar la manera de detener el tiempo, abrazarlo, atraparlo, gritarle que no sigan corriendo los minutos, porque no quiero que te vayas de nuevo. No me des la vida si me la quitas, no armes esa maleta en mi cara ni cuentes los libros que has leído ante mis ojos impávidos, ante mis brazos tiesos con miedo de abrazarte. No me sigas recordando lo mucho que te admiro, lo tanto que te amo, la falta que me haces, lo dolorosas que son las noches sabiendo que no estas en el primer piso leyendo y tomando o fumando y tomando antes de dormir, escuchando jazz, jugando con tus bigotes mientras yo veo desde la escalera en una esquina como repiensas tu vida, como evalúas tus años, como te crecen las manos, como las mías se hacen más pequeñas a tu lado.

Y yo estaba ahí, cuadras atrás, con los ojos empañados contemplando una vez más como mi padre se va.